martes, 19 de enero de 2010

LA PRENDA

Rufino Entraigas, que en San Andrés era nombrado por el mote de «El cimarrón» y, en boca de la oligarquía por «El montaraz », se juró recuperar el único vástago suyo, que años ha cedió en la entonces compra y venta de Escalada para agenciarse de mil pesos fuertes y un reloj de oro de cadena.
Había empezado a anochecer y en el ocre del sol se movían los insectos y la carcoma. Rufino fingió atar el caballo en la tranquera de la entrada del almacén, presto a escapar. Se puso el poncho del color de la arena y bajó el ala del sombrero para taparse sus fieros y ya provocadores ojos negros.
Nadie nota su presencia cuando entra en la ahora pulpería de ramos generales. Miró una de las mesas y se enfiló hacia ella. La silla rechinó cuando llevó los brazos a la cintura, alardeando con el reloj que le colgaba. «Ya estoy acá, tengo que esperar nomás», se dijo para sí.
El dueño, desde atrás del mostrador, le ordenó a un mocito que le alcanzara una ginebra, conservada en la botella de barro cocido. El mocito tanteó uno de los jarros, lo sopló con fuerza para quitarle la tierra y lo llenó de la bebida de costumbre. Usó un trapo húmedo para limpiarle el reborde, faena que aprendió de quien creía su padre.
—No quiero alcohol —abrevia Rufino—. He venido por sed. Traéme agua nomás. ¿Y vos, vos cómo te llamás?
—Alejo —contestó secamente el mocito. Rufino acertó en que era el niño que había empeñado cuando tuvo que desembarazarse de los bultos incriminantes y hacerse de activos para huir de la autoridad.
—Tocayo de mi abuelo, el que milongueaba en los pagos del Lanza Seca —confió Rufino, ufano de ese linaje autoritario de los hombres de carácter.
Desde atrás de una cortinado de mimbre el dueño oyó la infidencia. Le hizo señas al mocito para que se aviniera a su lado, orden que éste cumplió de inmediato. Rufino miró al dueño, se quitó el sombrero y llevó las manos a la mesa. Lentamente descubrió el reloj, levantando la tapa, queriendo dar la impresión de querer saber la hora.
—Ya sabés por lo que vengo —anunció, al tiempo que se puso de pie—. No me hagás granjiar ahora un homecidio.
—Eso fue hace mucho tiempo —contestó el dueño—. Ya está caduco.
Escalada le pidió al mocito que se quedara ahí explicando que el agua sólo era para las hembras (el niño ya había llenado el otro vaso) . Escalada recordó el pacto, el plazo en que Rufino habría podido recuperar el niño. Escalada se creyó el padre y juzgó que ese vínculo estaba por encima de la sangre que no lo unía con el mocito.
Tras haberse agachado, saca un revólver del tobillo izquierdo.
Rufino no tuvo tiempo ni de descalzar el arma porque un tiro certero le perforó la frente y acabó con él. La sangre empezó a fluir dividiéndole ahora la cara, como antes la había dividido la moral. El mocito sintió por vez primera el olor de la pólvora disparada, el olor de la muerte, el raro olor de un hombre (cosa que no pudo distinguir) que teme perder a su hijo y que apareaba a Escalada y a Entraigas.
El mocito, absorto, le preguntó a Escalada si conocía al muerto. Escalada contestó:
—Un matrero que ha hecho dos cosas buenas en su vida. La última fue desafiarme.

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