viernes, 22 de enero de 2010

Entre Aquiles y las buenas costumbres

El depósito de acciones mide minutos de una mañana, involucran a un magistrado y a un operario del derecho, menos rábula que parabogado. La topografía, un edificio cuyo étimo no es un secreto a voces. La acción, la omisión del primero en saludar al otro cuando la jornada promediaba la mitad.
Al empleado le resultó un pormenor que se lo hubiera llamado por chistidos, silbidos y otras retóricas afines. Sin embargo, consideró una injusticia aplicar aquella calificación que augura la incapacidad o el desinterés de sus ascendentes en la crianza del retoño. Intuyó que el señor no reparó en el hecho —de seguro no tuvo un buen día o estaba ocupado en administrar justicia— puesto que la obligación, creyó, se ceñía a conocer el derecho, según el brocárdico venite ad factum, curia novit iuria, degradado en latinazgo iura novit curia, digno de su paladar lego, ameno en el sabor de la rima pobre. Hasta donde supo, las reglas de urbanidad no son materias dictadas en las universidades. Hasta donde pudo saber, la norma no es reglada por los congresistas de los códigos Civil ni Penal. En el interior de su oficina, el hecho le inspiró catatónicas reflexiones, bastardas del recuerdo breve y del monólogo que, tras el olvido de uno, no guardaban luto para poder ligarse con el otro: turbatio sanguinis (ay, de las filiaciones a géneros imaginarios).
Concluido el asunto, no recordó haber esperado una presión de manos porque sabía que es la divisa unánime del comercio entre caballeros —cabello corto, cutis bronceado, traje de etiqueta, negra corbata. Hallaría el placer cuando recibiese de aquéllos una gesticulación propicia para aventar cualquier propagación viral.
Se le dirá que el señor no tenía obligación de saludar; se le dirá que si saludar es una regla, es una regla no escrita; se le dirá que la costumbre adquiere rango de ley por el uso inveterado… Pese a no ostentar ningún título académico —por aquello que Salamanca no presta—, el lego osa contradecir que es una sola instrucción escrita en el único libro de su sencilla biblioteca; el mayor de los libros; el libro de los libros. Esa misma tarde, en su casa, coteja que en el Eclesiástico del Antiguo Testamento, Capítulo 41, versículo 21, línea segunda, el narrador manda avergonzarse al que no respondiere un saludo. Se le replicará que una cosa es saludar y otra, bien distinta, no responder un saludo. Ensaya un ejemplo servicial: un náufrago (así lo imagina) que pide ayuda; otro que no se la da por no haber sido el autor del empellón que acabó con aquél en la impetuosidad de las aguas. Se le dirá que el ejemplo no es feliz —¿acaso los hay?—; se le dirá que el señor debe profesar el culto a las Escrituras. Aventura refutar con el sesgado argumento de que los jueces suelen jurar por Dios y la Patria y los Santos Evangelios y la Constitución. Se le dirá que nadie fue ni ha sido demandado por no saludar. Así, sumido en esos pensamientos encuentra el mediodía. Recuerda que pretende revertir el destino del escribiente Bartleby, pero lo cumple en esas obstinadas ilusiones. Mientras, el señor magistrado descansa para ocuparse del fragor en su despacho elemental en unas horas. Son los designios elegidos para los nobles, precisamente.
Unos días después, se encontraría con el mismo caballero en el mismo lugar (ruego se tolere el vulgarismo).
En la oficina recuerda cómo lo instruían y educaban las maestras junto a sus padres. Lo asalta, por esas recidivas que deja la niñez, la evocación de una clase en la que le enseñaron cómo contestar a una persona que se hallara detrás de él. Cantaban: Daré la media vuelta/ la media vuelta entera/ Con un pasito atrás/ Haciendo una reverencia. Sonríe. El resto de la copla le suena a poesía. El señor subía por las escaleras interiores del mismo edificio; el indocto, observaba hacia abajo desde en un escalón. Le cedió el paso. Aquél franqueó su lado por apremio a la ascensión del mármol. No trabaron palabras a pesar de que se habían visto unas veces durante esa mañana. Sospecha que otro asunto lo urgía. Cree justificarlo en la fe de que cualquier razón superaba en importancia la tarea que él se aprestaba a ejecutar. Después de todo, se dijo, fotocopiar unos alegatos debía ceder a la justicia expedita.

jueves, 21 de enero de 2010

THE PERPETUAL TOP TRIANGULAR GABLES OF GHOTIC, de C. C. Thumb

La editora de Charles C. Thumb acaba de lanzar otra obra del conspicuo escritor y ensayista estadounidense (la predecesora es un tanto prosaica: Euphorbĭum, Winsconsin, 2007). Híbrido a clasificaciones mundanas, este libro podría encastillarse —«encastillarse», en tanto desaira de agentes transitivos como uno— entre los centones, misceláneos y, por qué no, antológicos, habida cuenta la diversidad de materias que con diserta competencia desgrana. En los más que hartos y provechosísimos doce o trece capítulos, Thumb intercala relatos que tempranamente nos alivian de las feraces revelaciones científicas que la obra depara al promediar el final, apaciguándonos así el angustioso pasmo en que nos veremos sumidos al voltear el índice onomástico. Escojo unos que traslado a nuestra lengua: en Mis pasos por la Universidad de Yale (III) narra las vicisitudes que sorteó durante su paso por la Alta Casa de Estudios; en Mis pasos por la Universidad de Oxford (IV) cuenta cómo logró una beca con la que pudo sortear las vicisitudes que sobrellevó en una universidad de la que prefiere callar (asumo se trata de Cambridge o Harvard); en Mis pasos por la Universidad Complutense de Madrid (V) relata quiénes fueron galardonados por las vicisitudes que sorteó cuando su magisterio como miembro de número en la cátedra de Semiología; Mis pasos por la Universidad de Black River es un capítulo que lo refiere ya como tutor de tesis de alumnos que aspiraban a graduarse en esgrima o parasitología a distancia (VI).
En tres capítulos ¿biológicos? aborda sin discreción Las causas genéticas que propician la comezón en la pelambre del cobayo ruano (VII); Esbozos para una antropología social de las mujeres velludas en América latina: memorias de seis años, desde Méjico al Brasil (IX); Propiedades organolépticas de los Áloe Vera, los Aloe Vera, la soja y la soya (VIII, VIIIbis, VIIIter y VIIIquater), de los que el escudriñador lector descubrirá diagnosis, etiología y medicación que no desdeñará en suministrarse si es que padeciere de supuestos análogos a los vertidos en la ordenada casuística.
En lo personal me han cautivado los filológicos Flexiones vestibulares de los acrónimos nātowēssiwak (X) y De la posible abolición del uso de las eses en los accidentes de género y número en la actual gramática castiza plumeados ambos, nos confiesa casi al pasar, al amparo de las lecciones de Aulo Gelio y de don Andrés Bello (XI).
Agotan la obra los dos eruditos ensayos que suplementan las omisiones veniales de los ulteriores: Elogio y responso al opúsculo de mi homónimo C. Gorretzno: «¿Hay que liquidar a García Márquez?» (I), y Opinatio publica, facsímile de la opinión publicada en The Buenos Aires Herald el 29 de febrero de 2008, págs. 32-36 (II). The bronze man: un hombre de bronce se ufana de tener contacto con hombres cúpricos que, a su vez, poseen ligazones con traficantes de esporas estériles de influenza. Parágrafo especial merece el artículo que intitula la obra en reseña y que toscamente traduzco: El perpetuo remate triangular de los hastiales góticos. Thumb desliza allí una tipología urbana de los atuendos que usufructúan los discutidores que avanzan en un solo sentido —a los que parangona con la «sangre»— y dejan tras de sí afirmaciones estrechas de argumentos.
La exornada prosa del autor nos impide apropiarnos de su intensa y genial capacidad de compendiar empero, a más del deleite estético y a las veces ético y metaético, convida sobre todo a razonar en torno a los intrincados asuntos que atribulan la existencia humana de hogaño. Reproduzco aquí una línea que pone en boca de uno de los cronistas que divagan en la página 1955: «Por la sedición de una rama puede uno adverar el peso del ave». La obra aguarda ser traducida al castellano pese a los escasos originales que navegan en la región por comercio intérlope (me confirman que Alfaguara y Seix Barral se disputan derechos de traducción en la Corte de Massachussets).

martes, 19 de enero de 2010

LA PRENDA

Rufino Entraigas, que en San Andrés era nombrado por el mote de «El cimarrón» y, en boca de la oligarquía por «El montaraz », se juró recuperar el único vástago suyo, que años ha cedió en la entonces compra y venta de Escalada para agenciarse de mil pesos fuertes y un reloj de oro de cadena.
Había empezado a anochecer y en el ocre del sol se movían los insectos y la carcoma. Rufino fingió atar el caballo en la tranquera de la entrada del almacén, presto a escapar. Se puso el poncho del color de la arena y bajó el ala del sombrero para taparse sus fieros y ya provocadores ojos negros.
Nadie nota su presencia cuando entra en la ahora pulpería de ramos generales. Miró una de las mesas y se enfiló hacia ella. La silla rechinó cuando llevó los brazos a la cintura, alardeando con el reloj que le colgaba. «Ya estoy acá, tengo que esperar nomás», se dijo para sí.
El dueño, desde atrás del mostrador, le ordenó a un mocito que le alcanzara una ginebra, conservada en la botella de barro cocido. El mocito tanteó uno de los jarros, lo sopló con fuerza para quitarle la tierra y lo llenó de la bebida de costumbre. Usó un trapo húmedo para limpiarle el reborde, faena que aprendió de quien creía su padre.
—No quiero alcohol —abrevia Rufino—. He venido por sed. Traéme agua nomás. ¿Y vos, vos cómo te llamás?
—Alejo —contestó secamente el mocito. Rufino acertó en que era el niño que había empeñado cuando tuvo que desembarazarse de los bultos incriminantes y hacerse de activos para huir de la autoridad.
—Tocayo de mi abuelo, el que milongueaba en los pagos del Lanza Seca —confió Rufino, ufano de ese linaje autoritario de los hombres de carácter.
Desde atrás de una cortinado de mimbre el dueño oyó la infidencia. Le hizo señas al mocito para que se aviniera a su lado, orden que éste cumplió de inmediato. Rufino miró al dueño, se quitó el sombrero y llevó las manos a la mesa. Lentamente descubrió el reloj, levantando la tapa, queriendo dar la impresión de querer saber la hora.
—Ya sabés por lo que vengo —anunció, al tiempo que se puso de pie—. No me hagás granjiar ahora un homecidio.
—Eso fue hace mucho tiempo —contestó el dueño—. Ya está caduco.
Escalada le pidió al mocito que se quedara ahí explicando que el agua sólo era para las hembras (el niño ya había llenado el otro vaso) . Escalada recordó el pacto, el plazo en que Rufino habría podido recuperar el niño. Escalada se creyó el padre y juzgó que ese vínculo estaba por encima de la sangre que no lo unía con el mocito.
Tras haberse agachado, saca un revólver del tobillo izquierdo.
Rufino no tuvo tiempo ni de descalzar el arma porque un tiro certero le perforó la frente y acabó con él. La sangre empezó a fluir dividiéndole ahora la cara, como antes la había dividido la moral. El mocito sintió por vez primera el olor de la pólvora disparada, el olor de la muerte, el raro olor de un hombre (cosa que no pudo distinguir) que teme perder a su hijo y que apareaba a Escalada y a Entraigas.
El mocito, absorto, le preguntó a Escalada si conocía al muerto. Escalada contestó:
—Un matrero que ha hecho dos cosas buenas en su vida. La última fue desafiarme.

EL JUSTO ROCCO GIGLIO

El justo Rocco Giglio
“El pariente más cercano del muerto se encargará de dar muerte al asesino cuando lo encuentre” (Núm. 35, 19).

Nos enteramos de que al primo Francis lo mataron vaciándole el tambor de un revólver en un oscuro callejón de Brooklyn. La noticia nos conmovió a todos. El periódico que el muchachito trajo al restaurante lo anunciaba en la portada. En la foto podía distinguirse su cuerpo tendido de espaldas en el piso embarrado y con la sangre que se licuaba entre las aguas servidas de los adoquines. La familia decidió no concurrir al funeral por respeto a un viejo entredicho. De niño, Francis quiso quedarse con nosotros en Chicago, pero el tío Sam, influenciado por su esposa, resolvió establecerse allí, en donde montó una fábrica de muebles. Con Francis tratamos de mantenernos al margen de aquella pelea entre nuestros padres. Ni hablábamos sobre ello. Era uno de esos rotundos silencios que no queríamos debilitar en palabras.
Francis no parecía hijo del tío. Llevaba nuestra tradición en la sangre. Traficaba ron en ese Estado y lo hacía tan bien que su padre lo ignoraba. No me pareció que vender licor adulterado justificase la manera en que lo mataron. Una muerte en medio de la calle era el método que reservábamos para los traidores. Ni el tío ni los hermanos vengarían su muerte. Además, allá por el 28’, Francis y yo nos juramos que el que sobreviviera vengaría la muerte del otro. Esto fue antes de aquella separación. Dejé el desayuno por la mitad. Ni lo dudé, mi deber estaba por encima del dolor. Mi padre debió advertir lo que ocurriría pues estaba más que distante conmigo. Esa tarde no me preguntó a dónde iría ni para qué. Busqué mi mejor traje; el sombrero del mismo tono; la camisa con mis iniciales grabadas en los puños, cerca de los gemelos dorados; los zapatos de charol que hice lustrar por el muchachito que repartía los periódicos. Me armé del revólver del águila calva labrada en las cachas blancas. Fui hasta la casa mortuoria y compré una corona de flores blancas, similar con la que despedimos al abuelo Tom. Sobre la banda púrpura hice poner estas palabras en letras doradas: «Tu primo Rocco». Podía morir, es cierto; pero debía matar. En el camino, después de cargar combustible, me acerqué hasta la iglesia. Confesé algunos crímenes pero no el que estaba decidido a llevar a cabo. Después de todo, no es un crimen preparar un crimen. El padre Brown me absolvió y la penitencia la hice de camino a Brooklyn. Oraba y tramaba mi plan. Llegaría al funeral, saludaría al tío, a la madre y a los hermanos de Francis. Luego haría algunas llamadas a sus colaboradores para hacer una lista de los sospechosos. No tendría piedad con ninguno. Pero, tal como me había enseñado mi padre, en esos casos debería enviarles una renta mensual a la viuda y a los hijos para no dejarlos en ruinas. El asunto era personal y no debía agregar más daño del necesario. Sabía que el funeral se haría en la Parroquia Santa Patricia, a unos minutos de la casa de Francis, en donde habían bautizado a sus hermanos menores.
Llegué de noche. No me costó ubicar el lugar por las filas de autos a ambos lados de la calle. Reconocí al tío desde lejos, fumando en el umbral. Bajé del auto. Saqué la ofrenda del baúl y la cargué. Cualquiera hubiese llevado un par de ayudantes, pero esto tenía que hacerlo sólo yo. En la entrada, mi tío me miró de arriba a abajo; sentí que mi presencia lo irritó, pero luego de que tiró el cigarro a medio fumar, le expliqué que estaba allí por Francis. Estrechamos los brazos; al besarme dos veces en la cara sentí que aprobaba mi propósito. Me dijo que su esposa estaba en su casa con calmantes; sus otros hijos, haciéndole compañía a ella. La parroquia estaba colmada; no pude reconocer a ninguno. Me quité el sombrero y el tío mandó a un tipo a ubicar la corona cerca del ataúd, que estaba pegado al altar. Allí estaba Francis, con el cabello intacto; el cuerpo cubierto hasta por encima del ombligo por una hoja del ataúd. Tenía el mismo semblante de niño inquieto y rebelde. Lo besé en la frente y en la boca. Su piel estaba tibia. Imaginé cómo me recordaría aquella promesa que nos hicimos. Me acerqué a sus oídos y en voz baja le contesté que lo recordaba, que dejaría pasar los nueve días de luto y vengaría su muerte. Ni bien me retiré de su cuerpo, el tío me tomó del hombro; temí que pudiese rozar el arma que traía en el sobaco (nunca llevo la funda cerrada, eso es común de los policías). Me ofreció algo de beber y lo acepté mientras me retiraba del ataúd. El rostro de Francis se alejaba mientras yo seguía repitiendo: «Lo recuerdo Francis; lo recuerdo».
Bebí rápido dos o tres copas. El tío me decía que aún no había ningún sospechoso. Tampoco lo habría; las cosas solían resolverse por propia mano, sin necesidad de que la policía interviniese. Vi a las personas de allí e imaginé que ninguno llegaría a entender cómo funcionaban nuestras reglas. Claro, cómo no, ni aún el tío sabía a qué se dedicaba Francis. En Brooklyn, los Giglio era una familia honesta, laboriosa, religiosa y respetada. Miré los presentes uno a uno; en su mayoría eran comerciantes italianos, políticos y religiosos. Distaba mucho de ser un funeral Giglio en Chicago. En eso entró un hombre de traje gris escoltado por otros dos. No se mostraba con la hipocresía de los políticos ni con la lealtad de comerciantes. No podía ser policía. Aprendí a reconocerlos por el olor. El tío no cruzó palabra con él en toda la noche. Los dos que lo acompañaban le hablaban al oído como señalándole quiénes éramos los que estaban ahí. Pero el hombre no quitaba la vista al cadáver de mi primo. La expresión de su rostro parecía decir: «Ahí tienes Francis, ahí tienes; tú te lo has buscado». Sí, la satisfacción le brotaba de la cara. Me acerqué al tío y le pregunté si conocía al hombre. Me contestó que no recordaba haberlo visto en el taller. No me quedaron dudas: el asesino o quien mandó matar a Francis. Giré hacia la puerta que separaba a la catedral de la sala en donde servían el café. El hombre no habló con ninguno, sólo con los dos hombrones que lo acompañaban. Mi intuición podía fallar, pero la voz de Francis me martillaba las sienes: «¿Lo recuerdas Rocco…?». Me acerqué al hombre para oír sobre lo que hablaban. Ni si quiera se abrió paso para darme lugar. En un murmullo casi imperceptible discutían sobre lo pronto que se irían. Uno de los hombrones miró la hora y reconocí el reloj de Francis. Lo maldije a él y a los otros dos. Pero no tenía dudas de que uno había ordenado el asesinato y el otro lo había ejecutado. Nuestras reglas nos impedían quedarnos con objetos de la víctima: matar era ajusticiar y robarle a los muertos era típico de ladrones despreciables y de poca monta. Me acerqué al ataúd como para despedirme de Francis. Medí al hombre, le apunté al corazón con los ojos, me agaché para besar a mi primo, abrí el saco y saqué el revólver de la sobaquera. La maniobra sorprendió al hombre, abrió los ojos y los otros atinaron a sacar sus armas. Disparé tres veces seguidas. El tipo se desplomó al suelo. Los otros comenzaban a ocuparse de levantarlo o reanimarlo. Uno de los oficiales intentó tirarse encima de mí y logré arrojar el arma al ataúd. «Por ti Francis, por ti». El tío Sam apareció de la nada; me tomó del cuello y me preguntaba por qué lo había hecho. No le contesté nada. Tampoco ofrecí resistencia al oficial que ya me estaba esposando. ¿Quién negaría que tiré para matarlo?
Me detuvieron y me llevaron como a un perro rabioso. Oí cómo los oficiales hablaban entre ellos de mi saña para con el supuesto asesino, ni el irrespeto en el funeral de Francis. Pero a mí eso no me importaba; sentí placer de haber cumplido con mi promesa. Francis hubiera hecho lo mismo. Francis era un Giglio de Brooklyn, pero a fin de cuentas, era uno de los nuestros.
Pasé la noche despierto, recordando aquellas tardes en que jugábamos con Francis. Nos peleábamos porque ninguno quería ser el bueno de la historia. Pensé que si se hubiese quedado en Chicago, no habría terminado así. Tal vez el tío Sam lo entendería con el correr de los años. Mi padre se encargaría del asunto a nuestra manera, sobornar a la policía, sobornar a los jueces y hasta intimidar a los testigos. A la mañana llegó el jefe del departamento ofreciéndome café y el periódico. Guiñó el ojo con complicidad. Ese gesto reafirmaba que mi padre ya había hablado con él. Me comunicó que en unas horas sería trasladado a la cárcel de Chicago. Acepté el café y leí el periódico de Brooklyn. Me pareció estúpido que los reporteros titularan de «insólito» el incidente: según ellos, había arrojado el arma dentro del ataúd para deshacerme de ella e intentar huir de las autoridades.