El depósito de acciones mide minutos de una mañana, involucran a un magistrado y a un operario del derecho, menos rábula que parabogado. La topografía, un edificio cuyo étimo no es un secreto a voces. La acción, la omisión del primero en saludar al otro cuando la jornada promediaba la mitad.
Al empleado le resultó un pormenor que se lo hubiera llamado por chistidos, silbidos y otras retóricas afines. Sin embargo, consideró una injusticia aplicar aquella calificación que augura la incapacidad o el desinterés de sus ascendentes en la crianza del retoño. Intuyó que el señor no reparó en el hecho —de seguro no tuvo un buen día o estaba ocupado en administrar justicia— puesto que la obligación, creyó, se ceñía a conocer el derecho, según el brocárdico venite ad factum, curia novit iuria, degradado en latinazgo iura novit curia, digno de su paladar lego, ameno en el sabor de la rima pobre. Hasta donde supo, las reglas de urbanidad no son materias dictadas en las universidades. Hasta donde pudo saber, la norma no es reglada por los congresistas de los códigos Civil ni Penal. En el interior de su oficina, el hecho le inspiró catatónicas reflexiones, bastardas del recuerdo breve y del monólogo que, tras el olvido de uno, no guardaban luto para poder ligarse con el otro: turbatio sanguinis (ay, de las filiaciones a géneros imaginarios).
Concluido el asunto, no recordó haber esperado una presión de manos porque sabía que es la divisa unánime del comercio entre caballeros —cabello corto, cutis bronceado, traje de etiqueta, negra corbata. Hallaría el placer cuando recibiese de aquéllos una gesticulación propicia para aventar cualquier propagación viral.
Se le dirá que el señor no tenía obligación de saludar; se le dirá que si saludar es una regla, es una regla no escrita; se le dirá que la costumbre adquiere rango de ley por el uso inveterado… Pese a no ostentar ningún título académico —por aquello que Salamanca no presta—, el lego osa contradecir que es una sola instrucción escrita en el único libro de su sencilla biblioteca; el mayor de los libros; el libro de los libros. Esa misma tarde, en su casa, coteja que en el Eclesiástico del Antiguo Testamento, Capítulo 41, versículo 21, línea segunda, el narrador manda avergonzarse al que no respondiere un saludo. Se le replicará que una cosa es saludar y otra, bien distinta, no responder un saludo. Ensaya un ejemplo servicial: un náufrago (así lo imagina) que pide ayuda; otro que no se la da por no haber sido el autor del empellón que acabó con aquél en la impetuosidad de las aguas. Se le dirá que el ejemplo no es feliz —¿acaso los hay?—; se le dirá que el señor debe profesar el culto a las Escrituras. Aventura refutar con el sesgado argumento de que los jueces suelen jurar por Dios y la Patria y los Santos Evangelios y la Constitución. Se le dirá que nadie fue ni ha sido demandado por no saludar. Así, sumido en esos pensamientos encuentra el mediodía. Recuerda que pretende revertir el destino del escribiente Bartleby, pero lo cumple en esas obstinadas ilusiones. Mientras, el señor magistrado descansa para ocuparse del fragor en su despacho elemental en unas horas. Son los designios elegidos para los nobles, precisamente.
Unos días después, se encontraría con el mismo caballero en el mismo lugar (ruego se tolere el vulgarismo).
En la oficina recuerda cómo lo instruían y educaban las maestras junto a sus padres. Lo asalta, por esas recidivas que deja la niñez, la evocación de una clase en la que le enseñaron cómo contestar a una persona que se hallara detrás de él. Cantaban: Daré la media vuelta/ la media vuelta entera/ Con un pasito atrás/ Haciendo una reverencia. Sonríe. El resto de la copla le suena a poesía. El señor subía por las escaleras interiores del mismo edificio; el indocto, observaba hacia abajo desde en un escalón. Le cedió el paso. Aquél franqueó su lado por apremio a la ascensión del mármol. No trabaron palabras a pesar de que se habían visto unas veces durante esa mañana. Sospecha que otro asunto lo urgía. Cree justificarlo en la fe de que cualquier razón superaba en importancia la tarea que él se aprestaba a ejecutar. Después de todo, se dijo, fotocopiar unos alegatos debía ceder a la justicia expedita.
Al empleado le resultó un pormenor que se lo hubiera llamado por chistidos, silbidos y otras retóricas afines. Sin embargo, consideró una injusticia aplicar aquella calificación que augura la incapacidad o el desinterés de sus ascendentes en la crianza del retoño. Intuyó que el señor no reparó en el hecho —de seguro no tuvo un buen día o estaba ocupado en administrar justicia— puesto que la obligación, creyó, se ceñía a conocer el derecho, según el brocárdico venite ad factum, curia novit iuria, degradado en latinazgo iura novit curia, digno de su paladar lego, ameno en el sabor de la rima pobre. Hasta donde supo, las reglas de urbanidad no son materias dictadas en las universidades. Hasta donde pudo saber, la norma no es reglada por los congresistas de los códigos Civil ni Penal. En el interior de su oficina, el hecho le inspiró catatónicas reflexiones, bastardas del recuerdo breve y del monólogo que, tras el olvido de uno, no guardaban luto para poder ligarse con el otro: turbatio sanguinis (ay, de las filiaciones a géneros imaginarios).
Concluido el asunto, no recordó haber esperado una presión de manos porque sabía que es la divisa unánime del comercio entre caballeros —cabello corto, cutis bronceado, traje de etiqueta, negra corbata. Hallaría el placer cuando recibiese de aquéllos una gesticulación propicia para aventar cualquier propagación viral.
Se le dirá que el señor no tenía obligación de saludar; se le dirá que si saludar es una regla, es una regla no escrita; se le dirá que la costumbre adquiere rango de ley por el uso inveterado… Pese a no ostentar ningún título académico —por aquello que Salamanca no presta—, el lego osa contradecir que es una sola instrucción escrita en el único libro de su sencilla biblioteca; el mayor de los libros; el libro de los libros. Esa misma tarde, en su casa, coteja que en el Eclesiástico del Antiguo Testamento, Capítulo 41, versículo 21, línea segunda, el narrador manda avergonzarse al que no respondiere un saludo. Se le replicará que una cosa es saludar y otra, bien distinta, no responder un saludo. Ensaya un ejemplo servicial: un náufrago (así lo imagina) que pide ayuda; otro que no se la da por no haber sido el autor del empellón que acabó con aquél en la impetuosidad de las aguas. Se le dirá que el ejemplo no es feliz —¿acaso los hay?—; se le dirá que el señor debe profesar el culto a las Escrituras. Aventura refutar con el sesgado argumento de que los jueces suelen jurar por Dios y la Patria y los Santos Evangelios y la Constitución. Se le dirá que nadie fue ni ha sido demandado por no saludar. Así, sumido en esos pensamientos encuentra el mediodía. Recuerda que pretende revertir el destino del escribiente Bartleby, pero lo cumple en esas obstinadas ilusiones. Mientras, el señor magistrado descansa para ocuparse del fragor en su despacho elemental en unas horas. Son los designios elegidos para los nobles, precisamente.
Unos días después, se encontraría con el mismo caballero en el mismo lugar (ruego se tolere el vulgarismo).
En la oficina recuerda cómo lo instruían y educaban las maestras junto a sus padres. Lo asalta, por esas recidivas que deja la niñez, la evocación de una clase en la que le enseñaron cómo contestar a una persona que se hallara detrás de él. Cantaban: Daré la media vuelta/ la media vuelta entera/ Con un pasito atrás/ Haciendo una reverencia. Sonríe. El resto de la copla le suena a poesía. El señor subía por las escaleras interiores del mismo edificio; el indocto, observaba hacia abajo desde en un escalón. Le cedió el paso. Aquél franqueó su lado por apremio a la ascensión del mármol. No trabaron palabras a pesar de que se habían visto unas veces durante esa mañana. Sospecha que otro asunto lo urgía. Cree justificarlo en la fe de que cualquier razón superaba en importancia la tarea que él se aprestaba a ejecutar. Después de todo, se dijo, fotocopiar unos alegatos debía ceder a la justicia expedita.